Agnes Repplier: sobre la opinología
Agnes Repplier nació en Filadelfia en 1855, murió en la misma ciudad casi un siglo después, en 1950. A los 21 años ya se había ganado cierto nicho de lectores con sus short stories, pero no fue hasta la siguiente década que ese nicho se expandió más allá de Pensilvania, especialmente con sus ensayos en las revistas neoyorquinas The Catholic World y Harper's Magazine, y en The Atlantic Monthly, revista nacida en la cuna literaria de la época: Boston. The Atlantic —hoy con sede en Washington y ya no monthly— tenía entonces entre sus regulares a Emerson, Mark Twain, Harriet Beecher Stowe, Julia Ward Howe, Longfellow, Henry James —uno de los admiradores de Repplier, como lo fue G. K. Chesterton—, entre otros. También publicó una carta muy famosa de Martin Luther King, y ha sido una casa para David Foster Wallace.
El ensayo que leemos aquí fue publicado —ya adivinaste— en The Atlantic, en abril de 1894. Pero, como lo que hemos leído en esta serie, parece escrito en estos días. Y seguramente le parecerá a quien lo lea en un siglo. Repplier se apoya en literatos —citados y criticados— para hablar de algo universal, para contar quejas y hacer observaciones que son atemporales, como el hecho de que somos ávidos para opinar sobre cosas ajenas, ávidos para interesarnos por las opiniones ajenas, y propensos a vivir según estas opiniones ajenas. En resumen: opinología.
La esencia de querer encajar y querer «mandarnos la parte», mostrarnos intelectual y moralmente superiores al otro, sigue ahí. Y sigue siendo mayor el vanidoso interés por mostrarnos superiores en algún tema, que nuestro interés por los temas en sí, que no nos importan tanto. Vale la pena preguntarse, cada vez que alguien tuitea o comparte un story o un tiktok sobre los muertos de algún atentado, bombardeo o incluso abuso policial, si realmente se siente afectado por el asunto o si lo hace para no quedarse fuera del tren, del trend.
“Epidemias de opinión”, como dijo Sir Benjamin C. Brodie. Y el peor de sus síntomas, el buscar la opinión y la aprobación sobre cualquier tema de cualquier famoso. Repplier lo vivió en carne propia y lo cuenta aquí. Hoy lo vemos por todas partes: influencers y celebridades hablando sobre todos los temas como si fueran expertos; y nosotros también. Opinólogos y todólogos. Y todas nuestras opiniones marcadas completamente con el color de nuestros fanatismos, siguiendo el ritmo de la melodía impuesta por los jefes de nuestra tribu.
Opinions, se llama simple y llanamente el ensayo que leemos. Fue publicado el mismo año en su colección In the dozy hours, and other papers por la editorial Houghton Mifflin, fundada en 1832 en Boston, que continúa operando hasta el día de hoy y para la que no tenemos más tiempo y espacio para hacer name-dropping.
Volvemos a Repplier, quien en vida fue una ensayista muy reconocida en el mundo literario en inglés —son varios los títulos honorarios de instituciones y universidades que recibió— y una de las primeras mujeres en ser miembro del National Institute of Arts and Letters. Vivió la mayoría de su vida en Filadelfia, pero pasó varias etapas por Europa. Dejó de publicar en los inicios de la Segunda Guerra Mundial: su último ensayo —como es de esperar, publicado en The Atlantic— se imprimió en 1940.
Alguna vez fue expulsada del colegio por no querer leer un libro de esos que son obligatorios, porque lo consideraba “estúpido”. No perdió nunca esa personalidad, ni la independencia de pensamiento, ni la libertad de expresión, incluso siendo muy católica. Nunca se casó, no tuvo hijos, cuidó a sus hermanos, y tuvo muchos gatos. Su favorita se llamaba Agripina.
1) No traduzco frills, una palabra que indica adornos innecesarios, aunque podría usarse «floritura». Lo mismo con La vie de parade, un dicho que la escritora puso en su original francés y que significa «la vida de apariencias», «la vida de desfile», «la vida de fachada» (antes la de la alta sociedad, hoy la de las redes sociales).
2) La frase: “Los movimientos vivos no surgen de comités”, del cardenal John Henry Newman (de su Apologia pro Vita Sua, 1865) fue citada también por Joseph Ratzinger en 1990 (mucho antes de que sea Papa) en un homenaje por el centenario de la muerte de Newman. Hoy, la frase nos sirve para recordar que la paz, y la guerra, no surgen de comités ni se pueden planificar y sellar en escritorios, sino que surgen del sentimiento en la calle. Estos movimientos surgen y ganan tracción con el flujo de las opiniones y el péndulo de la opinión pública.
3) La Feria Mundial se llevó a cabo en Chicago de mayo a octubre de 1893; se ideó para conmemorar los 400 años de la llegada de Cristobal Colón a América. Su nombre oficial era World's Columbian Exposition; se la apodó la «Ciudad Blanca» por el color de los edificios hechos para el evento, diseñados por grandes arquitectos y diseñadores de la época (214 edificios temporales en estilo neoclásico, la feria ocupaba 256 hectáreas). El edificio de Antropología fue uno de los más famosos, su exposición fue curada por Fredric Ward Putnam, científico y profesor de Harvard.
4) Mr. Arnold es Matthew Arnold. No tenemos tiempo, y quizá no es importante, contextualizar a cada persona que se nombra. Eso sí, Alberto Magno fue un obispo alemán del siglo 13, maestro de Santo Tomás.
5) Creo que la frase de Santa Teresa de Jesús (1515-1582) la leyó en el artículo sobre la santa de James Anthony Froude, publicado en octubre de 1883 en el Quarterly Review de Londres, republicado el mismo año en Littell’s Living Age —una revista de Boston en la que se curaban artículos de diferentes fuentes—, incluido en 1892 en la colección The Spanish Story of the Armada and Other Essays del autor. La cita en cuestión reza: “Do not contend in words about things of no consequence”; el original en español es uno de sus Avisos a sus monjas: “Nunca porfiar mucho, especial en cosas que va poco”.
6) «Porfiar» es “discutir de manera obstinada o mantenerse excesivamente firme en una opinión”. Hay una gran diferencia entre porfiar y saber de lo que se habla. Santa Teresa también avisa: “nunca hablar sin pensarlo bien” y “nunca afirme cosa sin saberla primero”. También dicen que dijo: “Lee y conducirás, no leas y serás conducido”. Pero leo y nada me conduce a la fuente de tal cita.
7) The Scarlet Letter es una novela que trata el tema del adulterio y el sexo fuera del matrimonio. Publicada en 1850, uno puede imaginarse el alboroto que causó. Fue muy bien recibida en los Estados Unidos y Gran Bretaña. Hoy es uno de los grandes clásicos de la literatura.
8) La frase de Sir Thomas Browne titula el tercer capítulo de la tercera parte de su Moral cristiana escrita en la década de 1670; el pedido de no fiarse de la ceguera que nos provocan nuestras opiniones es antiguo. También es antigua la costumbre de no seguir los consejos que uno da: Browne creía en la existencia de la brujería.
9) Dos años antes, Repplier, en otro ensayo, ya había citado la frase que leemos de Walter Pater, quien la escribió en Mario el epicúreo, su novela filosófica de 1885 que se desarrolla en la Roma de Marco Aurelio.
10) Miss Snevellicci es un personaje de la novela Nicholas Nickleby de Charles Dickens, quien la publicó de forma serializada entre 1838 y 1839, divulgando un capítulo por mes, antes de lanzar el libro completo (en lo que hacemos aquí “no hay nada nuevo bajo el sol”). La poesía que cita Repplier dice: “Sing, God of Love, and tell me in what dearth / Thrice-gifted Snevellicci came on earth, / To thrill us with her smile, her tear, her eye, / Sing, God of Love, and tell me quickly why”. No hay muchas traducciones al español, yo intenté no copiar la que encontré (porque no me gustó, y de la búsqueda estética trata el epicúreo libro de Pater).
11) You Are Old, Father William es un poema de Lewis Carroll que aparece en Alicia en el país de las maravillas, en el quinto capítulo (Consejos de una oruga). Sus versos se asemejan a lo que se le pedía al primer ministro inglés.
12) Sobre la frase que se atribuye a un “gran agitador”, no la encuentro en inglés, y lo más cerca que he podido llegar es a una frase de Nietzsche en el decimoséptimo discurso de su Zaratustra. Dice, en alemán: “Die Stimme der Heerde wird auch in dir noch tönen”. La traducción al español sería: “La voz del rebaño seguirá resonando dentro tuyo”. Al inglés: “The voice of the herd will still resound within you”. Repplier escribe: “The voice of the great multitude ... rings in our startled ears”. “La voz de la gran multitud” es una frase que aparece en Apocalipsis 19, aunque no como algo malo, sino como algo estruendoso que adora a Dios, que viene a salvarlos. En el griego koiné original del libro de la Biblia, la palabra es ὄχλος, ókhlos, que suele traducirse en inglés y en español como «multitud», «muchedumbre». (A la degeneración de la democracia se la llama «oclocracia», «gobierno de la muchedumbre».) En alemán se traduce algunas veces como Schar, que, así como «multitud», de alguna manera, también quiere decir «rebaño», aunque no como Heerde — pero igual resuena. Lo que me hace pensar que Repplier está citando a Nietzsche es que éste escribió esta frase mientras discute sobre la libertad individual, la soledad que conlleva, y el dejarse llevar por el rebaño. Ahora bien, Zaratustra se publicó por partes entre 1883 y 1885, la edición completa del libro salió recién en 1895, un año después de este ensayo, y su primera traducción al inglés se publicó en 1896 (by Alexander Tille). Pero Repplier, por su madre, tenía ascendencia germana y sabía hablar alemán. Nietzsche escribió después El Anticristo, figura asociada al falso profeta del Apocalipsis que aparece en el mismo capítulo susodicho, pero ese libro, aunque escrito en 1888, no vio la luz pública hasta un año después de publicado este ensayo. Lo más probable es que todavía no doy con el autor de la cita (quizás en otro idioma); o, probablemente, todo está conectado.
Ensayo: Opiniones
Publicado por primera vez en 1894. Única traducción al español (so far)
Este ensayo es parte de nuestra serie y libro físico Alabanza y Menosprecio de la Libertad y la Democracia
Se ha observado ocasionalmente, por personas que no simpatizan del todo con los métodos y estrategias de nuestro tiempo, que ésta es una época de aguda curiosidad intelectual. Tenemos poco tiempo libre y poco gusto por el estudio duro, y ya no reconocemos las admirables cualidades de una ignorancia sabia y satisfecha. En consecuencia, se ha inventado para nosotros, en los últimos años, una via media, algo que no es ni luz ni oscuridad, un atajo hacia esa meta para la que —solíamos estar seguros— no había un camino real que los pies lánguidos pudieran seguir. El objetivo aparente del nuevo sistema es permitirnos vivir como caballeros, o como damas, con las ideas de otras personas; ahorrarnos el trabajo y el agotamiento inherentes a la formación de nuestras propias opiniones al darnos uso gratuito de las opiniones de otras personas. Hay una simplicidad encantadora en el esquema, que no implica ningún esfuerzo de pensamiento o ajuste mental, y que no puede dejar de recomendarse de todo corazón al público en general, mientras el mérito adicional de su bajo precio lo hace entrañable para sus ahorrativos defensores. Todos estamos acostumbrados a hablar vagamente sobre «cuestiones de interés candente» y «los problemas absorbentes del día». Algunos de nosotros incluso llegamos a tener una noción bastante clara de cuáles son estas cuestiones y problemas. Es natural, por lo tanto, que sintamos un vivo placer, no por los temas en sí, que nos importan muy poco, sino por las persuasiones y convicciones de nuestros vecinos, por las que hemos aprendido a preocuparnos mucho. Las discusiones pasan con bravía en todo nuestro entorno, y los veredictos fáciles, despreocupados y engreídos, que tan francamente se confían al mundo, se han convertido en una fuente reconocida de educación e ilustración popular.
He pensado a veces que este febril intercambio de opiniones recibió un impulso fatal de esa curiosa epidemia que cundió en Inglaterra hace unos años, conocida como las «Listas de los Cien Libros». Nunca antes se había ofrecido a la gente una oportunidad tan admirable para ponerse lo que comúnmente llamamos frills, y hay que confesar que la aprovecharon al máximo. El Corán, las Analectas de Confucio, Spinoza, Heródoto, Demóstenes, Jenofonte, la Historia de la Filosofía de Lewis, la Saga de Njal, la Conducta del Entendimiento de Locke... Esas, y sólo esas, fueron las obras que nos recomendaron sin vacilar hombres a los que habíamos considerado, tal vez, tan humanos como nosotros mismos, de los que casi habríamos sospechado que solazaban sus momentos más ligeros con un estudio ocasional de Rider Haggard o Gaboriau. Si se pudiera crear lectores por el simple proceso de inundar el mundo con buenos consejos, estas listas arbitrarias habrían marcado una nueva era intelectual. Así las cosas, se limitaron a excitar una curiosidad viva pero infructuosa. “Los movimientos vivos”, nos recuerda el cardenal Newman, “no surgen de comités”. Conocí, en efecto, a una impetuosa estudiante que compró precipitadamente la Gramática del Asentimiento [de Newman] porque la vio en una lista; pero había un límite hasta para su ardor, porque dieciocho meses después las hojas seguían sin ser cortadas. Es una prueba sorprendente de la inspirada racionalidad del señor Arnold que, mientras tantos de sus compatriotas nos instruían de esta manera imperativa, sólo él, que podría haber hablado con autoridad, declinara añadir su nombre y su lista al resto. Era un juego divertido, dijo, pero no se sentía dispuesto a jugarlo.
Algunas variantes de este pasatiempo alguna vez popular han llegado incluso hasta nuestros días. Listas de los mejores autores estadounidenses, listas de los mejores autores extranjeros, listas de los diez mejores libros publicados en una década, han aparecido ocasionalmente en nuestros periódicos, mientras que una lista de libros que personas prominentes pretendían o esperaban leer «en un futuro próximo» nos llenaba de respeto por tan heroicas anticipaciones. Obras de diez volúmenes del carácter más severo se contaban como insignificancias en estos estudios prospectivos. Ahora mismo, es cierto que la Feria Mundial dio un tono menos escolástico a las discusiones de los periódicos. Escuchamos hablar relativamente poco de las Analectas de Confucio y mucho de la Ciudad Blanca y del Departamento de Antropología. Quizá sea mejor contarle al público tus impresiones sobre la Feria que confiarle tus autores favoritos. Una revelación es tan valiosa como la otra, pero es posible, con precaución, hablar de Chicago en términos que brinden una satisfacción generalizada. No es posible expresar preferencias literarias, artísticas o nacionales sin exponerse a reproches enérgicos de personas que sostienen puntos de vista diferentes. Una vez fui atraída por un periódico de Nueva York hacia una serie de confidencias inofensivas que, en mi parecer, no despertarían ni interés ni indignación. Las preguntas que se hacían eran leves, como las que deleitaban los corazones de los niños, cuando yo era muy pequeña, en nuestros «Álbumes de fotografías mentales». “¿Quién es tu personaje de ficción favorito?” “¿Cuál es tu personaje favorito de la historia?” “¿Cuál considerás que es el mejor atributo del hombre?” Habiendo respondido amablemente a una parte de estas preguntas, me sorprendió y halagó, algunas semanas más tarde, verme descrita en un diario —con la fuerza, además, de mis propias confesiones— como irracional, mórbida y cruel; excusable sólo por tener un entorno melancólico y una constitución enfermiza. Y lo mejor de todo era que, al parecer, yo misma había revelado todo esto. “Nunca porfiar mucho, especial en cosas que va poco”, aconseja Santa Teresa, que llevó con ella al claustro suficiente sabiduría para habernos mantenido a todos nosotros, pobres mundanos, fuera de problemas.
El sistema por el cual opiniones de poco o ningún valor se recogen asiduamente y se distribuyen generosamente es demasiado completo como para dejarse desconcertar por la inexperiencia o la indiferencia. El editor o periodista emprendedor que plantea la pregunta se parece mucho a Sir Charles Napier; quiere una respuesta de cualquier tipo, por muy incapaces que seamos de dársela. Una lista de las preguntas que me han formulado durante el último año me recuerda dolorosamente mi propia inexperiencia y simplicidad. Estas son algunas que recuerdo: ¿Cuál era mi opinión sobre la formación universitaria como preparación para el trabajo literario? ¿Cuál era mi opinión sobre la comedia griega? ¿Era pesimista u optimista, y por qué? ¿Cuáles eran mis flores favoritas, y si las cultivaba? ¿Qué libros pensaba que no debían leer los niños pequeños? ¿A qué edad y bajo qué impulsos consideraba que los niños empezaban a decir palabrotas? ¿Qué estudios especiales y serios proponía para las mujeres casadas? ¿Qué consideraba más necesario para el desarrollo integral de los jóvenes? Parecía inútil insistir en mis respuestas que yo nunca había ido a la universidad, nunca había leído una línea de griego, nunca me había casado, nunca había tenido niños a mi cargo y no sabía nada sobre el desarrollo de los jóvenes. Descubrí que mi ignorancia en todos estos puntos se daba por supuesta desde el principio, pero que este hecho sólo hacía que mis opiniones fueran más interesantes y picantes para gente tan ignorante como yo. Tampoco se les ocurrió nunca a mis corresponsales que si yo hubiera sabido algo sobre la comedia griega o la formación universitaria, me habría esforzado en convertir mis conocimientos en dinero escribiendo mis propios artículos, y nunca habría sido tan pródiga como para regalar mi información.
Que estas discusiones o simposios públicos son, sin embargo, un consuelo ocasional para sus participantes, quedó demostrado por la presteza con que varios escritores se presentaron, hace algunos años, para explicar al mundo por qué la ficción inglesa no era una de las mejores cosas. Lectores inocentes y miopes, apegados a lo obvio, habían supuesto tontamente que las novelas modernas eran más bien tristes porque los novelistas no eran capaces de escribir otras mejores. Por lo tanto, se convirtió en el deber manifiesto de los novelistas el notificarnos claramente que podían escribir novelas mucho mejores, pero que el público no se lo permitía. Como el Dr. Holmes, no se arriesgaban a ser tan graciosos como podían. “Los lectores reflexivos de edad madura”, nos dijeron, “se están muriendo por exactitud”. Todos y cada uno de ellos estaban dispuestos a proporcionar esta exactitud sin escatimar esfuerzos, pero les era prohibido, no vaya a ser que “el choque de los mandamientos rotos” pueda desagradar a los oídos femeninos educados. En esta ocasión se intercambiaron una gran cantidad de sentimientos airados, y se ofrecieron muchas sugerencias originales y valiosas a modo de alivio. Era una gran oportunidad para que cualquiera que hubiera escrito un cuento confiara al mundo «la teoría de su arte», hiciera observaciones autocomplacientes sobre su propio «punto de vista» y deplorara el estúpido decoro del público. Cuando los ecos de estas apasionadas protestas se convirtieron en silencio, nos consoló pensar que Hawthorne no había tardado en escribir La letra escarlata desde un lugar de sensible consideración por las opiniones de sus vecinos; y que dos grandes naciones, imperturbables por “el choque de los mandamientos rotos”, habían recibido el libro como una herencia de infinita belleza y deleite. El arte no necesita apologistas, y nuestro gran artista literario, utilizando el material que había escogido a su manera, despreocupado tanto por las nuevas teorías como por los antiguos prejuicios, dio al mundo una obra maestra de ficción y el mundo no había sido tan estúpido y la pudo apreciar.
El placer de repartir opiniones por escrito no se limita en absoluto a los profesionales, a las personas de las que se supone que saben algo sobre un tema porque llevan años más o menos ocupados en él. Por el contrario, los debates más animados y enérgicos son aquellos en los que el público en general se presta a participar. Casi cualquier tema sirve para despertar el entusiasmo argumentativo del lector promedio, que se lanza a la refriega con esa alegre presteza que resulta tan estimulante para el espectador pacífico. La disputa sobre la pronunciación o la ortografía de una palabra, si se ventila con ánimo en una revista literaria, traerá docenas de cartas, todas escritas de la manera más seria y urgente, y todas emanando aparentemente de personas con opiniones rigurosas y un ocio sin límites. Si una letra aquí o allá —una «u», quizás, o una «l»— puede elevarse a la dignidad de asunto nacional, entonces los combatientes se ponen sus cotas de malla, despliegan las banderas de sus países y disputan alegre y frecuentemente al son de música marcial. Si, por el contrario, el objeto de la disputa es una afirmación un tanto obvia, como, por ejemplo, que el trabajo de las mujeres en el arte, la ciencia y la literatura es inferior al de los hombres, es sorprendente y gratificante ver el número de contendientes que se preparan rápidamente para negar lo innegable y llevar al fracaso una esperanza perdida. El lector impasible que se encuentra por primera vez con una observación de este género, se pregunta si vale la pena afirmar tan explícitamente lo que todo el mundo ya sabe; ¡Y he aquí! No pasa una semana sobre su cabeza sin que una docena de airadas protestas hayan sido lanzadas a la imprenta. Estas se encuentran con réplicas sarcásticas. El director de la revista, que naturalmente se complace en conseguir material tan fácilmente, despierta hábilmente sentimientos adormecidos; y el tiempo, el temperamento y la tinta son desperdiciados sin restricción por personas que son los únicos conversos de su propia elocuencia. “No abracés el lado ciego de las opiniones”, dice Sir Thomas Browne, quien, nacido en una época contenciosa, “sin genio para las disputas”, predicó melodiosamente sobre los encantos de la tolerancia y las incomodidades de un entusiasmo desmesurado.
No hace mucho, un periódico chiquito, pero vivaz, me pidió por favor que dijera en sus columnas si creía que valía más la pena leer libros nuevos o libros viejos. Era el tipo de pregunta que una vida ordinaria, gastada estudiando mucho, le permitiría a uno responder apenas; pero descubrí, al examinar algunos números atrasados del periódico, que ya había sido respondida muchas veces, y aparentemente sin la menor vacilación. Los corresponsales se habían presentado para derribar a nuestros antiguos ídolos, sin ningún sentimiento de inseguridad o recelo. Un despreocupado reformista de Nebraska sostenía con firmeza que la señora Hodgson Burnett escribía mucho mejores historias que Jane Austen; mientras que otra intrépida persona, un virginiano, declaraba que El vicario de Wakefield era “aburrido y ñoño”, diciendo que “la mitad del mundo lector estaría de acuerdo con él si se atreviera”. Tal vez lo estarían —¿quién sabe?—, pero es el privilegio de esa mitad del mundo de la lectura el guardar silencio sobre el tema. La preferencia simple es un motivo bueno y suficiente para determinar la elección individual de libros, pero no justifica que un lector confiera sus impresiones al mundo. Ni siquiera el humor involuntario de tales revelaciones puede ganarles el perdón, porque la tendencia a permitir que el espíritu individual se desboque a través de la crítica está dando como resultado un estándar más bajo de corrección. “El verdadero valor de las almas”, dice el señor Pater, “está en proporción a lo que pueden admirar”; y la noción popular de que todo es cuestión de opinión, y que una opinión es casi tan buena como otra, es inconmensurablemente perjudicial para esa ley superior por la que tratamos de elevarnos firmemente a una apreciación de lo que es mejor en el mundo. Tampoco podemos absolver a nuestros críticos modernos de fomentar esta ignorancia auto-afirmativa, cuando ignoran con tanta ligereza esos indestructibles estándares que nos hacen capaces de medir la diferencia entre las cosas grandes y pequeñas. Parece una hazaña inteligente y atrevida establecer nuestros propios modelos, pero esto es en realidad mucho más fácil que esforzarse en seguir los inalcanzables viejos modelos de nuestros antepasados. La originalidad que prescinde tan alegremente del pasado es impotente para darnos una estimación correcta de cualquier cosa que disfrutemos en el presente.
De las opiniones improvisadas de los científicos o literatos a las opiniones improvisadas de la multitud no hay más que un paso. Cuando los novelistas terminaron de decirnos, en los periódicos y revistas, lo que pensaban unos de otros, y sobre todo lo que pensaban de sí mismos, llegó entonces el turno a los lectores de novelas de decirnos lo que ellos pensaban de la ficción. Esta repentina invasión de los vándalos no dejó a los novelistas más que un recurso, un privilegio indiscutible. Podían permitirnos saber exactamente cómo es que llegaron a escribir sus libros; en qué momentos de inspiración, bajo qué influencias benignas, dieron al mundo esas páginas de valor incalculable.
“Canta, Dios de Amor, y dime en qué estado de pobreza
vino al muno Snevellicci, con sus tres destrezas”
Después de lo cual, a menos que el público no silenciado se presente para decir cómo, cuándo y dónde leyó los volúmenes, deben reconocerse expulsados del campo.
La vie de parade ha alcanzado su máxima expresión cuando a un Primer Ministro de Inglaterra se le pide que diga al mundo —como el Viejo Padre William— cómo se ha mantenido tan saludable; cuando al Príncipe de Gales se le pide que adorne una lista de libros leíbles; cuando a un eminente clérigo se le pide que nos revele por qué nunca ha estado enfermo; cuando se pregunta a la esposa del Presidente de los Estados Unidos cómo prepara su cena de Acción de Gracias; cuando las mujeres casadas en la vida privada descorren el velo doméstico para contarnos cómo han criado a sus hijas, y las solteras nos revelan el secreto de su éxito social. Añadamos a estas fuentes de información las opiniones de los poetas sobre la educación, y de los educadores sobre la poesía; de los eclesiásticos sobre la política, y de los políticos sobre la Iglesia; de los periodistas sobre el arte, y de los artistas sobre el periodismo; y debemos reconocer con toda sinceridad que ésta es una época ilustrada. “La voz de la gran multitud”, por citar a un agitador popular, “resuena en nuestros sobresaltados oídos”; y su elocuencia es polifacética y discursiva. Se dice que Alberto Magno fabricó una vez una cabeza que hablaba. Fue algo extremadamente inteligente de su parte. Pero la cabeza estaba tan encantada con su logro que hablaba todo el tiempo. Entonces, según la tradición, Santo Tomás de Aquino se impacientó y la rompió en pedazos. Santo Tomás fue un erudito, un filósofo y un santo.